miércoles, 12 de noviembre de 2008

VENCE EL MAL CON EL BIEN



Los vecinos de aquella colonia de clase media eran sumamente herméticos y celosos de su privacidad. Se saludaban por cortesía cuando coincidían en el momento de guardar sus autos y nada más. Fue un triunfo reunirlos para escoger a una representante de la manzana que los ayudara a obtener de las autoridades la mejoría de los deficientes servicios. La flamante representante se presentó en la casa de una vecina con algún pretexto. La vecina la recibió con educación y la pasó a su sala en donde lucía un bello nacimiento lleno de figuras antiguas y armoniosamente
escogidas. Sonó el teléfono y la vecina visitada acudió a otra habitación a contestar la llamada y después regresó a seguir atendiendo a su visita. Cuando la representante de manzana se fue, mientras la vecina visitada arreglaba la sala, inmediatamente notó que faltaban unas figuras de porcelana y los animalitos más bellos del nacimiento. La seguridad de que la ladrona era la representante de manzana se hizo absoluta porque nadie más había entrado a esa casa. La vecina fue a reclamar sus figuras y la ladrona fingió inocencia entre lágrimas e indignación. Aquellos adornos tan queridos se perdieron. Pero también se perdió la confianza en aquella mujer.

La confianza es esa seguridad que tenemos de la rectitud y de las buenas intenciones de los demás. Lo sano es que en nuestras relaciones con los demás supongamos la buena fe de todos. Esa confianza sostiene nuestra esperanza de recibir de los demás un trato que corresponda al nuestro. Cuando tenemos la oportunidad de escoger a los amigos que forman nuestro círculo social, esa confianza se ejerce de un modo sano. Cuesta más trabajo mantenerla cuando los que nos rodean no han sido escogidos por nosotros y les damos tan sólo un trato circunstancial.

Si nos conocemos y nos queremos hay mayor confianza. Vivir rodeados de personas en las que no podemos confiar nos hace herméticos, reservados, temerosos, incapaces de entablar una relación más íntima. Por no tener confianza nos encerramos en nuestra casa y vivimos la vida de otros en las telenovelas porque no tenemos una vida propia.

Si vivimos buscando el mal, encontraremos el mal

precavidos, de tal modo que sufrimos un verdadero tormento suponiendo que la persona que está junto a nosotros tiene malas intenciones. Decía un patrón con muchos empleados, que él prefería que lo robaran a estar pensando mal de aquellos que colaboraban con él. Curiosamente aquellos El miedo a las malas intenciones de los demás nos lleva a ser obsesivamente empleados sin vigilancia sabían corresponder a la confianza de su jefe. También hay que decir que un exceso de confianza nos hace pecar de ingenuos y vale la pena recordar aquí que “en arca abierta, el justo peca” y que no es correcto poner tentaciones que puedan hacer caer al inocente.

Enseñar a confiar

La delincuencia creciente y omnipresente nos hace dar a los niños normas para comportarse ante desconocidos. Pero también tenemos que enseñarles a confiar sanamente en los demás. Y aquí como siempre, los enseñamos a confiar teniendo confianza en ellos. Confiamos en ellos cuando les creemos y les hacemos caso. Pero como están en formación, debemos comprender que cuando fallen, no por eso les retiraremos nuestra confianza. Ellos también deben confiar en sus padres y en las personas mayores, por eso procuremos no defraudarlos ni prometerles cosas que no cumpliremos, porque a nosotros fácilmente se nos olvidan, pero ellos las recordarán toda su vida. A veces llegan niños de otras parroquias a pedirme que les firme un librito de asistencias a Misa que les dan sus catequistas para que en ellos se haga realidad eso de ir a misa por obligación. Con ellos mando un mensaje a su catequista pidiéndole que confíe en la palabra del niño, que es digno de crédito y que no necesita llevar una firma para demostrar que sí cumplió. Si no confiamos en ellos, ¿qué les estamos enseñando?

Confianza en Dios

Una de las definiciones de la fe es: confiar en Dios. Ponemos nuestra confianza en la veracidad y en la bondad de Dios. Pero también aquí hay exageraciones, como cuando el diablo tentó a Jesús y le pidió que se arrojara del pináculo del templo y que los ángeles lo sostendrían para que no se hiciera daño. Jesús le recordó a Satanás que no hay que tentar a Dios. (Mt 4, 7) Tentar a Dios es exponernos imprudentemente a un mal o a un peligro confiando en que Dios nos salvará. Eso es abuso de confianza.

Un buen propósito:


Ser nosotros mismos personas dignas de confianza por la rectitud de nuestra vida y por el buen desempeño de nuestras obligaciones.

¡Vence el mal con el bien!



VIRTUDES Y VALORES

Virtudes:


Son disposiciones habituales y firmes para hacer el bien, que por medio de nuestra inteligencia y voluntad regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según nuestra razón y la fe. La persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas. Con la vivencia de las virtudes humanas y cristianas conquistamos una personalidad equilibrada y madura, cordial y llena de amor a Dios y a quienes viven a nuestro lado.



Valores:



Son los diversos bienes objetivos a los que el hombre aspira perfeccionándole como tal y que tienen su fundamento en Dios, pues el bien objetivo que nosotros no creamos, sino que reconocemos o descubrimos en la realidad, nos permite construir un mundo más cristiano, más justo, más solidario, más feliz, en todos los niveles: personal, familiar y social.

Hacia la Ciudad futura. La ilusión más grande

MEDITACION

¿Queremos transportarnos más allá de las nubes y subir alto, alto… hacia donde subió Jesucristo aquel día desde el Monte de los Olivos?... Nos basta leer este párrafo lleno de añoranza divina en esta segunda de Pablo a los de Corinto: “¡No desfallecemos! Aun cuando nuestro cuerpo se va desmoronando, el espíritu se va renovando de día en día.

La breve tribulación actual nos consigue sobre toda medida un pesado caudal de gloria eterna a los que no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas que se ven son pasajeras, pero las que no se ven son eternas” (2Co 4,16-18) Esto es precioso y estimulante.

Exige fe en lo que no vemos. Exige esperanza en lo que no palpamos. Pero tenemos la certeza inconmovible de que eso, precisamente eso que se nos promete y que no vemos, vale más que todo el mundo. Porque todo lo de aquí pasa, corre, vuela sin dejar huella detrás de sí. Brilla todo un instante, como un cohete de fuegos artificiales, que nos encanta por unos instantes pero, tal como se ve, desaparece para siempre. Mientras que lo otro, lo que Dios nos promete, inmensamente más valioso que todo lo terreno, durará para siempre, no pasará jamás, porque será un bien eterno. Pero Pablo sigue discurriendo: “Porque sabemos que si esta tienda terrestre de nuestro cuerpo se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada no hecha por mano de hombres, sino eterna, que está en los cielos” (2Co 5,1)

A una tienda de campaña ─¡eso es nuestro cuerpo!, que sirve sólo para una noche y al amanecer se enrolla─, sucede el entrar en posesión de una mansión espléndida, que no se desmoronará jamás, pues no habrá terremoto que la pueda destruir. Eso será el cuerpo glorificado. Ante realidad semejante, Pablo sigue soñando a lo divino, pero lleno de dulce nostalgia: “Y así suspiramos con el deseo ardiente de vernos ya en posesión de aquella habitación celestial. El que nos ha destinado a esto es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu” . Con semejante garantía ─¡nada menos que el Espíritu Santo, el cual mora dentro de no-sotros!─, la promesa es segura, no puede fallar, y hablamos ya como los moradores de esa casa que Dios nos ha construido en las alturas (2Co 5,2-5)

Sin fe en la vida eterna, sin esperanza de una gloria y felicidad sin fin, el paso del cris-tiano por la tierra y el seguimiento de Jesucristo no tienen sentido alguno. Pues podría pasarse la vida haciéndose las mismas preguntas, para las cuales no hallaría respuesta: ¿A qué viene el fatigarse? ¿A qué el sufrir con un Cristo clavado en una cruz? ¿A qué privarse de tanta diversión que gozan los demás?... Y se haría otra pregunta, seria e indescifrable: ¿A qué viene la redención de Jesucristo? La tragedia del Calvario, donde moría un hombre Dios, fue demasiado grande y sólo se explica si había de evitar una condenación horrorosa y merecer una felicidad inimaginable. Si ahora quisiéramos traer todas las veces que San Pablo nos habla de la vida, la gloria y la felicidad en la visión de Dios a lo largo de todas sus cartas, nos haríamos interminables. Son muchas, y ello indica que en su predicación y en la de los demás Apóstoles, la vida eterna ocupaba un lugar destacadísimo. No ocultaban, ni Pablo ni los otros Apóstoles, el aspecto negativo de la vida eterna, es decir, la condenación de los que se pierden por su culpa propia. Por ejemplo, lo que Pablo enseña con palabras muy graves: “Todos tendremos que presentarnos ante el tribunal de Jesucristo” y “cada cual tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios”, “el cual dará a cada uno el pago según sus obras”; “ya que ningún fornicario, o impuro o codicioso o idólatra tendrá parte en el reino de Dios”, “porque éstos sufrirán el castigo de una pena eterna, alejados de la presencia de Señor y de su gloria” (2Co 5,10; Ro 14,12; Ro 2,6; Ef 5,5; 2Ts 1,9)

Por serio que fuera todo eso, Pablo ─más que mirar la suerte desdichada de los que se alejan para siempre de Dios─, mira mucho más la gloria de los que son fieles a Jesucristo. El cristiano, como los patriarcas de la Biblia, “no tiene aquí ciudad permanente, sino que va en busca de la futura, preparada por Dios. Es la ciudad del Dios viviente, la Jerusalén celestial, inundada de millones y millones de ángeles, asamblea festiva de tantos que ya triunfaron y se salvaron” (Hbr 11,10-16; 12,22-13; 13,14)

Hay que mirar el plan grandioso de Dios al querer otorgar y dar su gloria a los elegidos. San Pablo lo expresa de manera preciosa. Los convoca en Cristo Jesús y dirige todas las cosas hasta conseguir su salvación. Los predestina a ser imágenes vivas de Jesús, su Hijo hecho Hombre. Los que quieran ser como Jesús, ¡vengan, que los llama Dios!... Los que han aceptado este llamamiento y han venido, se convierten en santos como Dios. Los que se han santificado de verdad, ¡ahora entran en la misma gloria de Dios!... Este es el proceso que Dios ha seguido en su elección. Y Dios, al ver a todos los redimi-dos por su Hijo Jesús, se dice gozoso: -¡Son hijos míos! Por lo tanto, herederos también de mi gloria, la que di a mi Hijo Jesús. ¿Y cuál es la gloria que Dios les da a los que han sido fieles y perseverado hasta el fin? Es imposible describirla, pues nos faltan términos de comparación. Jesús dijo: “¡Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Comentará Juan: “Cuando se manifieste lo que vamos a ser, entonces seremos como Dios, porque veremos a Dios tal como es Él” (1Jn 3,2) Y completará Pablo: “Ahora vemos en un espejo, en enigma o adivinanza. Entonces ve-remos cara a cara” (1Co 13,12)

Lo cual significa que “ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni en cabeza humana cupo jamás el imaginar lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1Co 2,9) Todo esto es, sencillamente, incomprensible. Porque siendo Dios infinito en su grandeza, ¡vaya eternidad que espera a los que se sal-ven! Avanzarán y avanzarán en la contemplación de Dios, sin cansarse nunca, porque siempre les resultará nueva aquella visión de una Hermosura inimaginable. San Pablo, después de tantas veces como habla de la felicidad futura, acaba como debía acabar: ¿Lo que aquí podemos trabajar y sufrir?... Todo ello “no se puede comparar con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”. “Por lo mismo, hermanos míos muy amados, a mantenerse firmes, inconmovibles, pro-gresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que su trabajo no es vano en el Señor” (Ro 8,18; 1Co 15,58) Resultaría muy pobre todo lo que nosotros quisiéramos añadir a palabras semejantes…

Evangelio y Reflexiones.

Curación de diez leprosos

Lucas 17, 11-19

En aquel tiempo, yendo Jesús de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Al verlos, les dijo: Id y presentaos a los sacerdotes. Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: ¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado.

Reflexión:

¡Cuánto se agradece cuando una persona se detiene en la carretera para ayudarnos cuando nuestro coche se ha averiado! “Jamás me había visto antes, sabía que muy probablemente no nos volveríamos a encontrar para que yo le agradeciera este favor... y sin embargo, tuvo el detalle de detenerse para hacerlo.” Parece obligado que ante este hecho, brote del corazón la gratitud. Pero suele suceder que las personas que saben agradecer las cosas grandes, son las que también lo hacen ante pequeños detalles, que podrían pasar inadvertidos. A quien le cede el paso en medio del tráfico, al que sabe sonreír en el trabajo los lunes por la mañana, a la persona que atiende en la farmacia o en el banco... Son felices porque les sobran motivos para decir esa palabra que para otros es extraña y humillante. Quien la pronuncia con sinceridad, al mismo tiempo llena de alegría a los demás, y crea “el círculo virtuoso” de la gratitud, en el que cada uno cumple su deber con mayor gusto y perfección. Y si estas personas agradecen a los hombres los pequeños favores y detalles, ¡cuánto más a Dios que es quien a través de canales tan variados nos hace llegar todo lo bueno que hay en nuestra vida! ¡Gracias! Es frecuente que nos olvidemos de dar gracias a Dios por los beneficios recibidos. Somos prontos para pedir y tardos para agradecer. A veces las cosas nos parecen tan naturales que no se nos ocurre ageradecerlas a Dios: Darle gracias por las maravillas de la naturaleza: del aire que es gratis para todo el mundo. Del agua: ese tesoro de la naturaleza. Dar gracias a Dios por las maravillas del cuerpo humano. De tener ojos: esas maravillosas máquinas fotográficas. De tener oídos: esa maravilla de la técnica. Supongamos que fuéramos ciegos o mudos. Dar gracias Dios por la familia en la que hemos nacido. Quizás tengamos problemas, pero si miramos para atrás veremos tragedias espantosas. Dar gracias Dios por nuestra Patria. Las hay mejores, pero también las hay mucho peores. Supongamos que hubiéramos nacido en Etiopía o en Somalia: donde tantos mueren de hambre. Pero sobre todo darle gracias por la fe. Es el mayor tesoro que podemos tener en la Tierra. Y la principal petición es en ella morir. Tener la suerte inmensa de una santa muerte.